
En general, la industria extractiva está ligada a un pasado negativo, irresponsable, dañino; debido a las malas prácticas de las empresas y del Estado, la falta de legislación adecuada para impedir la degradación del ambiente y las distorsiones económicas en las comunidades. Como producto de ese pasado tenemos un gran número de pasivos ambientales y poblaciones que rechazan todo tipo de actividades extractivas. A partir de los años 90, el Estado empezó a priorizar la protección del ambiente y promover el desarrollo sostenible, con una serie de dispositivos legales y las correspondientes acciones de evaluación, supervisión y fiscalización de parte de entidades autónomas del Estado; pero además de ello, muchas empresas han empezado a mejorar sus actividades, con la finalidad de proteger el entorno y promover el beneficio de los pobladores de las áreas de influencia de sus operaciones, acercándose a las buenas prácticas internacionales. Por su parte, las poblaciones y autoridades locales y regionales, tienen una mayor participación en las decisiones en cuanto a la autorización de nuevas actividades extractivas, con oportunidad de participar durante las tareas de supervisión y fiscalización.
En consecuencia, el desarrollo sostenible no es únicamente tarea del Estado; es de suma importancia que también participen las empresas; y, las poblaciones y autoridades locales de las comunidades situadas en la zona de influencia de las operaciones extractivas. Solo de esa manera se podrán ver mejores resultados, por ello es que las herramientas fundamentales para el logro de esta meta son la comunicación asertiva y el diálogo permanente, entre los agentes citados.